
Más cafeína antes de cruzar. No estoy preparada aún. No para enfrentar lo que hay dentro. Más café. Mi estómago está ácido. Miro alrededor. Más personas. Un ciento de ellos guardan turno de ingreso, sentados en sillas blancas. Algunos se acercan despacio hacia el vigilante. Ruegan. Quieren entrar.
Tomo un sorbo. El sabor sigue amargo. Tan amargo como cuando recibí la noticia. Esa abuelita de mi mejor amiga, la mujer sonriente que ví el 31 de diciembre, la que tenía en su cuello cintas amarillas, la que le regaló una bicicleta a su nieta, la que abracé cuando el reloj apuntó la media noche, ahora está detrás de esa puerta.
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